Capitulo I
EQUILIBRIO
Como todos al nacer, lo primero que el niño conoció de este mundo fue el llanto, pues nacer es tan doloroso como despertar de un delicioso sueño. Era la hora del gato y la bruja, un viernes trece con una luna gorda a punto de liberar su último aliento para entregarse al interminable ciclo de volver a nacer. La futura madre miraba el astro por la ventana de la habitación numero trece, que le fue asignada por el personal del hospital. Tal vez la labor de parto, tal vez el miedo a lo desconocido, o las dos cosas, la hacían sudar. Con el pensamiento la mujer oraba, pedía ver con bien al que por tantos meses cargó en sus entrañas. Después de dolores asesinos, desmayos, líquidos uterinos y un tratamiento de limpieza, el bebé fue entregado a los brazos de la madre. Era un niño horrible como todos los recién nacidos, pero a los ojos de la familia era fácilmente comparable con un cabello del mismísimo dios. Fue el primer hijo, el primer sobrino, el primer nieto. Un bebé dormido, de ojos hinchados y una espesa mata de cabellos grises. Si, el color de su cabello lo distinguían de todos los demás horrendos críos que nacieron durante el día y la noche. El doctor alegó normalidad, una falta de melanina le otorgaba al cabello del bebé su color característico, dijo que con el tiempo se oscurecería pero se equivocó. El orgulloso padre arrancó la hoja del calendario, como mero acto simbólico, pues el nacimiento de un hijo jamás se olvida. En el papel anotó las casualidades del día:
Cuando escuché el llanto de mi hijo era Viernes 13 de luna llena, 12: 00 am. En el pasillo únicamente me acompañaba el gato negro que se asomaba por la ventana que da hacia el jardín del hospital.
Junto a la primera fotografía, el padre pegó en el álbum, la hoja de calendario. Muy pocas veces el álbum se cerró, pues a diario añadían nuevas fotos: con el abuelo, con la abuela, con los dos juntos, con cada uno de los trece tíos que conformaban su familia paterna, mas las 13 tías que formaban la materna. En fin, un álbum no fue suficiente para registrar toda la alegría que unía a las familias. Por acuerdo de los padres, el destino del bebé fue marcado bajo el nombre de Pablo, que significa el pequeño. Pues hay un código oculto en el nombre de todos nosotros, algo así como una programación que determina nuestro lugar en el mundo. Algunos son Salvadores, unas son Glorias, otros están condenados a ser una copia de su padre o su madre al llevar el nombre de estos. Pablo aprendió con normalidad a balbucear, a ver, a caminar, a correr, luego a hablar, pero nunca gateo. Era un niño delgadito, de cabellos cada día más blancos. En las fotos familiares su cabeza brillaba entre los cabellos oscuros de todos los parientes. Los ojos de Pablo se aclaraban al ritmo de su cabello, cada año, un tono menos. A la edad de cuatro, el color en su mirada era como el del mar, y el del cabello, como una nube cargada de lluvia. Ese día Pablo estaba inquieto mientras su madre lo vestía con un suéter a rayas horizontales azul y azul mas oscuro, un pantalón de gabardina color beige y ataba las cintas de sus botines negros. Después de un amoroso beso en la mejilla, Pablo se liberó, saltó de la cama y corrió hasta la mochila roja mientras su mamá le gritaba que faltaba arreglarle el cabello. Con una mezcla de nostalgia y orgullo en el corazón, los padres de Pablo lo llevaron a su primer día en el preescolar. Sujetando la mano de sus progenitores, Pablo entró por primera vez a la institución y la recorrió. Había tres salones que parecían inmensos a los ojos del niño, todos con las paredes pintadas representando paisajes. Pablo veía los arboles moverse al viento, los pajarillos volar, e incluso sentía el calor del sol sonriente que lo veía caminar. También había tres patios de recreo: en el primero, el suelo era de cemento tatuado con las líneas de los juegos clásicos. En el segundo patio se encontraban pequeñas porterías y diminutas canastas de baloncesto. El patio favorito de Pablo era el que se ubica tras el salón: un espacio arbolado con suelo de arena y un montón de columpios, sube y baja, pasamanos y resvaladillas de colores. La mente de Pablo rápidamente lo transportó a gritar mientras se balanceaba con fuerza sobre el columpio. Pero era solo una idea, pues el patio estaba tras las ventanas del salón, dentro del que los niños lloraban y gritaban el nombre de sus madres, quienes los despedían, llorando de igual manera, desde la puerta. A diferencia de los otros padres, los de Pablo le desearon suerte y, agitando la mano en un saludo, le prometieron regresar por él a la hora acordada perdiéndose entre la multitud de madres lloronas. Con una gran sonrisa, la maestra gorda le colocó a Pablo un mandil a cuadros rojos y blancos, y le indicó su mesabanco. El niño caminó espantado entre las filas mirando el drama de sus compañeros, se sentó en el mesabanco. Sobre la mesa colocó su mochila y se dio cuenta que todos tenían el cabello negro, el era el único de cabello gris, el único que no lloraba, ni dentro, ni fuera del salón de clase. Media hora pasó para que las madres decidieran, al fin, alejarse de las ventanas y la puerta. Entonces el llanto de sus hijos terminó. Después del drama fue un día muy divertido, cantaron, dibujaron, colorearon y aprendieron a contar desde el 1 hasta el 5. Para Pablo, lo mejor de todo fue hacer figuras con plastilina, su fascinación fue tal, que decidió llevar material a la hora del recreo y, mientras su compañeros se columpiaban o se arrojaban por la resvaladilla, Pablo con sus manos le daba forma a sus ideas, luego voz, y volando, llevaba a sus creaciones a recorrer los terrenos del preescolar. Día con día, Pablo se acostumbró mas a las actividades de la institución, a sus compañeros, pasaban las horas jugando y aprendiendo. Sin falta, los padres llegaban por su hijo a la misma hora, para escuchar durante el regreso a casa todo lo que Pablo aprendió e hizo, o como uno de sus compañeros vomitó por beber demasiada leche chocolatada, o como él otro, se orinó en clase por no dejar de pintar con acuarelas. El preescolar fue la mejor etapa en la vida del niño, lamentablemente todas las cosas buenas llegan a un rápido final. Pablo despertó cargado de energía, era el primer día de vacaciones y el abuelo lo llevaría a trabajar a las huertas. Apresuró a su mamá con el desayuno, con el baño y la ropa. El timbre de la casa sonó justo cuando la madre terminaba de peinar el cabello color nube de su hijo, después de besarla, Pablo saltó del banquillo frente al espejo, y alborotándose el cabello, corrió a la puerta. El abuelo lo esperaba frente a su camioneta verde, con un fuerte abrazo lo levantó del suelo y lo subió al vehículo. Durante los diez minutos de camino, Pablo platicó a su abuelo como Juanito se había peleado con Benito por haberle levantado la falda a su hermana Carmelita. Fue impresionante ver como Juanito tomaba una rama del suelo y golpeaba la cara de Benito haciéndolo sangra por la nariz. El abuelo, dijo a Pablo que no era bueno pelear, pero era peor no defenderse de un agresor. Pablo agradeció el consejo regalando a su abuelo una serpiente de plastilina mientras entraban a la huerta de duraznos. El negocio de sus abuelos paternos consistían en sembrar, cosechar y distribuir grandes cantidades de frutas y verduras por todo el país, el abuelo era poseedor de grandes extensiones de tierra a las afueras del pueblo. La huerta de duraznos era hermosa, los árboles rosados daban frutos carnosos de brillantes colores que iluminaban el suelo opaco, era un lugar de aromas mágicos, aunque algunos rumoraban que también las maldiciones habitan entre aquellos frutos. Una tarde, un borracho caminaba por la carretera arriesgando que un automóvil lo convirtiera en un alfiletero de huesos rotos. El hambre lo había hecho abandonar la fiesta, incapaz de manejar, decidió llegar al pueblo caminando y alimentarse. A medio camino el aroma de los duraznos lo llamaba como canto de sirena. Maravillado, el hombre contempló los colores en aquellos árboles y frutos que crecían tras las cercas de piedra que la necesidad le ayudó a saltar. En el suelo, encontró frutos maduros, perfectos. Propinó una mordida a uno de ellos y con rostro orgásmico saboreó la perfección en la creación de las cosas. El efecto del alcohol se fue desvaneciendo tras cada mordida. El apetito del hombre se volvió gula, pues los duraznos caían al suelo de la huerta, mordidos, convirtiéndose en basura. Sin pensar en que su acto era ilegal, el borrachín siguió recorriendo el terreno, arrancando duraznos de los árboles, guardándolos en sus bolsillos, o dentro del sombrero que usaba como canasto, pues hay que tomar a manos llenas lo que la vida nos da. Una serpiente de vivos colores y varios centímetros de longitud, se enroscó en las gruesas botas de piel de víbora que llevaba el ladrón, la caricia de la creatura le fue prohibida por el grosor del calzado. Tras arrancar uno de los duraznos de la rama, otra serpiente se estiró mordiéndole repetidamente el rostro. El borracho intentó escapar, pero la colorida serpiente que le aprisionaba los tobillos lo derribó. Las demás serpientes le mordisquearon el cuerpo. Como pudo, el borracho escapó, la adrenalina lo hizo correr de regreso a la cerca, saltarla y llegar al pueblo escurriendo sangre y veneno por las heridas. La gente que caminaba por la calle lo encontró lanzando aterradoras voces:
-¡Me muero! ¡En las huertas de duraznos el viejo tiene víboras encantadas!- Repetía una y otra vez. Cuando la adrenalina se agotó el borracho cayó muerto. Nadie hizo caso a las advertencias del alcohólico y mas gente murió a la orilla de la carretera, ensangrentados y supurando veneno. Durante varios años las autoridades buscaron al “asesino serial de la carretera” Buscaron tanto sin encontrar, que el pueblo y sus autoridades prefirieron tragarse la teoría, (medio verdad, medio mentira) que las victimas habían muerto por la mordida de una víbora, haciéndolos saltar del susto hacia la carretera para ser arrollados por los automóviles que constante, y velozmente, circulan frente a la huerta. En una ocasión, para silenciar el rumor de las serpientes encantadas, el abuelo de Pablo invitó a varios policías a inspeccionar la zona del chisme. Efectivamente había serpientes, pero si no las molestas no te molestan. Cada uno de los uniformados se llevó como regalo una canasta de duraznos que el propietario ofreció, ganándose así su eterna amistad. El asunto de que todos murieron frente a la huerta fue bajado al nivel de la casualidad, mientras el rumor de las serpientes encantadas se transformó en la ridícula anécdota de un borracho muerto. Una serpiente se deslizó desde la rama del durazno para enrollarse en la muñeca del abuelo. Era extraño para Pablo ver a ese hombre moreno, de rasgos duros y voz de trueno, hablar con ternura a la serpiente rayada. -Estira el brazo. No te hará daño, la gente es peor. Pablo estiró su brazo con determinación. A su edad no conocía el miedo. La serpiente se deslizó desde la muñeca del abuelo hasta la del nieto. El niño sintió la lengua del animal explorando su piel, después la fría textura se enrolló con delicadeza en su extremidad.
-¡Eres mi nieto!- Exclamó con orgullo, el viejo -Algún día tú serás dueño de todo esto. Ni a tu papá, ni a tus tíos le gustan las víboras, así que te toca aprender a entrenarlas. Es muy fácil, son creaturas muy agradecidas, si les das amor, ellas te lo darán de regreso y cuidaran todo lo que ames. Están acostumbradas a que las partan por la mitad, que les aplasten la cabeza o se las corten. Solo debes acariciarlas, hablarles de cosas bellas y te recompensaran…- Con ternura, Pablo acarició el lomo de la serpiente que lo veía enrollada en su muñeca, lo más hermoso que se le ocurrió decir fue -¡Que bonita!- La serpiente reaccionó levantando la cabeza, y con la punta de la lengua, tocó la nariz del niño. -¡Me dio un beso!
-Le has gustado. Ahora regrésala a la rama.
-¡Súbete bonita, cuida los duraznos!... La serpiente dejó el brazo de Pablo para regresar siseando al árbol. Pablo notó docenas de serpientes que lo miraban desde el suelo.
-¡Hola bonitas!- Dijo el niño con nerviosismo - El abuelo rió al ver a su nieto reprimiendo el espanto -Tranquilo. Abra tiempo para todas- Lo tomó en brazos y caminaron entre los árboles rosas, hasta la presa que abástese el sistema de riego. Con una rama como espada, Pablo lucha contra el aire mientras su abuelo mueve tuercas en el motor que sirve de corazón, enviando el agua desde la presa, hasta los árboles. Cuando el aparato fue arreglado, entre los árboles, estallaron cortinas de agua. Las gotas coloreaban el aire al ser penetradas por la luz del sol. Ante el espectáculo, Pablo gritó con alegría. Su abuelo era un mago, hablaba con las serpientes, hacia brincar agua del suelo despertando arcoíris. Las risas del niño se escuchaban por toda la huerta mientras corría mojándose entre las cortinas liquidas. Su abuelo lo veía resbalar una y otra vez en el lodo:
-¡No pierdas el equilibrio!- Pablo se detuvo, no sabia lo que era el equilibrio y como cualquier niño, se acercó a preguntar. El abuelo lo llevó de regreso a la camioneta y lo envolvió en una toalla para que dejara de tiritar. Tomó el dedo índice de su nieto y lo estiró. -No lo muevas- Colocó sobre la yema una ramita y esta se balanceó perfectamente.
-¡Equilibrio!- Dijo el abuelo.
Eso cerró con broche de oro el paseo. A todo mundo Pablo le enseñaba lo que era el equilibrio, utilizando un gancho de ropa, un lápiz, incluso la escoba de su mamá podía equilibrarse sobre su cabeza blanca. Después llevó la exploración del equilibrio hasta sus piernas. Sobre topes, gradas, el filo de las banquetas, sillas y todo sobre lo que pudiera treparse, ponía a prueba al equilibrio. Los abuelos, los padres y los tíos, veían con asombro lo rápido que Pablo aprendía, cuanto celebraba esos conocimientos nuevos y su inagotable curiosidad. Cuando Pablo, (por alguna razón casi divina para los que lo cuidaban) se quedaba quieto, era imposible no notar que estaba parado justo al centro, ya sea en uno de los cuadros que recubren el suelo, al centro del patio, del pasillo, del jardín. Inconscientemente, desde pequeño, Pablo se paraba al centro de todo equilibrando el rededor. El descubrir la palabra “equilibrio” solo fue el bautizo para algo que llevaba en el alma desde tiempos prenatales, algo que comenzó a explorar luego del primer momento que se movió por si mismo. Efectivamente, Pablo era el centro del universo para sus dos familias, el mundo giraba a su alrededor, dando paz a todo. Durante las semanas vacacionales, Pablo pasaba las tardes entre caricaturas frente al televisor, repetir la historia del episodio animado con sus figuras de acción o con dibujos, y visitando, con sus padres, la casa de los abuelos, los tíos o al trabajo de estos. El mas joven de los hermanos de su papá era un doctor muy extraño. Solía dormir bajo una pirámide de oro para mantener su piel joven y su cuerpo rebosante de energía. Cura a sus pacientes con plantas, masajes, alfileres y unas pastillas diminutas con olor a alcohol. Esa tarde, Pablo acompañó a su madre a visitar su consultorio, pues estaba un poco enferma. Su panza crecía semana a semana. Durante varios minutos los adultos hablaron de cosas inentendibles, Pablo decidió dibujar el símbolo del ying y el yang que su tío doctor le había enseñado, hasta que su madre le recordó:
-Bebé, ¿que le vas a decir a tu tío, mi amor?
-No sé.
-¡Acuérdate del miércoles!
Pablo se paró de un salto, la alegría lo impulsó -¡Sera mi cumpleaños! ¡A las 6 en casa de mi abuelito! El tío se agachó y abrazó con fuerza a su sobrino. -¿Y cuantos años cumples grandulón?
-¡seis!
-¡Entonces te llevaré un regalo para señor de seis años! El tío besó la mejilla de Pablo casi cincuenta veces, después lo liberó y lo vio partir de la mano de su madre. Pablo quería apresurar el tiempo, faltaban tan solo dos días para su cumpleaños, pero la espera era mas larga que la que sucede de cumpleaños a cumpleaños. Veía caricaturas, jugaba con sus muñecos, paseaba, pero hiciera lo que fuera, en su mente solo crecía la expectativa de lo que se ocultaba tras el papel de regalo. De la mano de su papá, recorrió la casa de todos sus ex compañeros de preescolar repartiendo las invitaciones en forma de barco. La enfermedad de su mamá estaba ya muy avanzada, por ello no podía acompañarlos. Mientras tanto, se quedaba preparando aguinaldos, rellenando piñatas, y cociendo el atuendo que su hijo vestiría en la conmemoración de su sexto aniversario. Por fin la espera terminó, cuando Pablo despertó, estaba en casa de sus abuelos. Su padre colgaba sobre el patio globos de colores azules, su madre en la cocina preparaba bocadillos mientras las gelatinas se ponían duras en la mesa. La abuela, acomodaba vasos de plástico, platos de colores y servilletas, sobre la mesita del patio. El niño corre por toda la casa en pijama. El abuelo llegó cargando dos gigantescas piñatas azules repletas de golosinas. Al caminar, los dulces se caían formando un camino de delicias a seguir…
-¡Pablo! ¡Mi amor, ven a bañarte! No tardan en llegar tus amigos.- Amigo, una buena palabra, la segunda en su diccionario después de conocer el equilibrio. Uno a uno, fueron llegando todos los invitados cargando regalos. Pablo los recibió enfundado en un traje de marinero. Los presentes fueron acomodados en la mesa especial para regalos. Los niños corrían por todo el patio y los pasillos de la casa, jugando al escondite o simplemente corrían por correr. El padre de Pablo fotografiaba todo lo que se cruzara frente a su lente. La madre y tías, atendían a las amas de casa invitadas, sirviéndoles agua, bocadillos, cerveza, compartiendo cigarrillos y recetas de cocina. Las más atrevidas, reían compartiendo secretos sexuales o hablando de penes y pezones, claro, no al alcance de oídos infantiles. Tanto adultos y niños se divertían a lo grande. El tío doctor encontró a Pablo dándoles instrucciones a los demás niños de cómo se juega a los magos. Mostró a Pablo una gran regalo envuelto en color rojo y dorado, el niño le agradeció con un beso y le indicó que debía colocarlo junto a los demás regalos y así lo hizo. Cuando el juego de los magos llegó a sus últimas consecuencias, y Pablo se alzaba como el mago vencedor, el abuelo llamó a todos: ¡A las piñatas! Pablo no pudo romper ninguna, no se frustró, era un niño débil, delgado, pero esas características no le impedían lanzarse con agilidad a la cascada de dulces provocada por los golpes propinados a la piñata. Él y Benito planeaban las estrategias mas apropiadas para lanzarse a cazar dulces cuando la piñata fuera reventada. Benito era su mejor amigo, un niño de la misma edad que vivía a tan solo tres cuadras de su casa. Jugaban todo el tiempo en la escuela y, ahora que entrarían a la misma primaria y eran mayores, podrían visitarse en las tardes para continuar las aventuras. El momento de abrir los regalos llegó. El pastel había sido repartido. La cabecita blanca de Pablo se movía frenética al centro de los espectadores curiosos que querían descubrir lo que ocultaba el papel colorido que destrozaba con impaciencia. Encontraron un par de tenis que Pablo contempló con decepción. Después un suéter y un par de calcetines. En otro paquete venia una pijama rayada. Entonces abrió un paquete y descubrió un camión verde llenó de soldados, una caja con lápices de colores, en otro paquete venia un guerrero en traje de soldado romano, muñecos de peluche. Uno tras otro, todos los regalos fueron destapados. Para fortuna de Pablo las decepciones fueron pocas pues recibió muchos juguetes. El último en ser descubierto, fue el regalo que su tío doctor, le dio. Era una caja larga envuelta en papel rojo y dorado. El papel no fue rival contra el entusiasmo del niño, la caja reveló una figura de acción, era un rey de dorada armadura, con capa roja y largos cabellos de plástico negro. La figura fue hermosamente esculpida, no se comparaba con ninguno de los demás juguetes que había visto antes. Pablo contempló por varios segundos al rey dentro de su empaque, muchas sensaciones indefinidas lo paralizaron ante el obsequio. No pudo abrirlo, por que los gritos aterrados de mujeres sonaron fuera del círculo de curiosos que le rodeaba. El escándalo rompió el círculo. Pablo vio a su madre tendida en el suelo, inconsciente. Por los muslos corría un rio de sangre mojando el confeti de colores que llena el suelo del patio. Pablo vio a su padre llorar, escuchó decir a su tío doctor:
-¡No esta respirando!- Alguien más gritó:
-¡Una ambulancia!
Hasta el 15 de marzo. Capitulo 2: EL CENTRO BORROSO
(D.R.)
(D.R.)
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